Por Robert Funk

Refugiados y el espíritu de St. Louis

Refugiados y el espíritu de St. Louis

En 1939, el crucero St. Louis viajó a Cuba, los EE.UU. y Canadá con más de 900 judíos a bordo en búsqueda de refugio. Ningún país los aceptó. Al capitán Gustav Schröder no le quedó otra opción que retornar a Europa, donde la mayoría de los refugiados serían asesinados. Hoy de nuevo hay barcos que el mundo no quiere acoger. Fue necesario que muriera un niño más, no en Siria, sino que en el mar. Tuvimos que esperar que Aylan fuera encontrado en una playa turca para despertar la conciencia, tal vez la culpa, de Europa.

Sin embargo, Aylan es la punta del iceberg, no uno de millones de refugiados, sino de todo un sistema internacional. Tal como ocurrió con el St. Louis hace más de tres cuartos de siglo, lo que ha llevado a esta tragedia humana es una falla sistémica de países, liderazgos, poderes y su equilibrio.

Muchos críticos piensan que Obama es un idealista; que su abandono de las zonas más conflictivas en el Medio Oriente equivale a entregarle el control a los yihadistas y extremistas. Pero otros observadores han tildado a Barack Obama como un presidente realista, o más aún, neorrealista. Alguien que entiende más que cualquier presidente –tal vez desde cuando Richard Nixon ocupó ese cargo– las limitaciones del poder estadounidense en un mundo cada vez más anárquico. La reticencia de su gobierno a participar más activamente en conflictos como los de Libia, Ucrania y Siria refleja el reconocimiento de que si bien EE.UU. sigue siendo el principal poder militar, el mundo es mucho más complejo de lo que fue durante la Guerra Fría.

Este realismo tiene un costo. Cuando acusaban a la política exterior de Henry Kissinger de ser maquiavélica –por no decir criminal–, él se defendía diciendo que el propósito superior era la mantención del equilibrio del sistema internacional. Para Kissinger–uno de los pocos refugiados que sí logró escaparse de la hoguera–, la Segunda Guerra Mundial fue el resultado de que los grandes poderes no quisieron, o no pudieron, mantener un sistema internacional ordenado. Él se obsesionó con mantenerlo, especialmente dadas las implicancias de la era nuclear.

Para Obama, el desorden de un mundo multipolar y las realidades de la opinión pública interna post Irak significan que EE.UU. debe saber elegir cuáles peleas dar y cuáles no. Cuando las luchas están ubicadas en la periferia de su esfera de influencia –como en Ucrania o Siria– no las toca. Pero la globalización ha hecho el mundo más chico, y los problemas se van acercando. Muchos comparten responsabilidades, incluyendo los propios poderes árabes, e Irán, que usan Siria como un patio para sus juegos regionales (y que luego se niegan a aceptar refugiados).

Pero el realismo de Obama ha contribuido a una creciente crisis para Europa, continente que ha visto un auge de partidos xenófobos y nacionalistas como resultado de la crisis económica de los últimos años. En este sentido, la política exterior de Obama ha sido lógica y responsable, pero cortoplacista.

Ha sido conmovedor ver cómo algunos europeos, especialmente en Alemania e Islandia, han optado por recibir a los refugiados. Pero la fiesta de buena voluntad no puede durar mucho. Eventualmente, y por distintas razones, aumentarán las tensiones, que darán más fuerza a los partidos nacionalistas. El riesgo es que en Europa, EE.UU. y en el resto del mundo, regrese el espíritu cerrado y xenófobo que llevó a los pasajeros del St. Louis a sus tristes destinos.

Columna publicada en Voces, de LaTercera.com.

Las opiniones vertidas en esta columna son de responsabilidad de su(s) autor(es) y no necesariamente representan al Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile.